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martes, 1 de noviembre de 2016

La Posada de las tres cuerdas - Ana María Shua


 
 Los dos jóvenes iban muy erguidos sobre sus caballos y llevaban katanas (sables de samurai) Iban cubiertos de polvo por el largo viaje, y la seda de sus vestiduras colgaba echa jirones. Pero los campesinos que los veían pasar sabían  que se trataba de dos caballeros.
Junquito y Koichi eran dos hermanos que volvían a la casa de sus padres. Su señor y jefe  había sido vencido en la guerra. Habían luchado mucho y con valor, pero ahora, a pesar de ser jóvenes, se sentían viejos, tristes y cansados. Aunque nunca hubieran aceptado decirlo en voz alta, aunque nunca se lo dijeran siquiera a sí mismos. Aunque siguieran hablando como hablan los hombres en Japón: con voz ronca y cortante, como si todo lo que dicen, hasta una pregunta o un comentario, fuera una orden violenta.
La guerra los había llevado lejos y deseaban  llegar lo más pronto posible a su ciudad natal. Por eso apuraban el paso de sus caballos y se detenían apenas lo necesario para comer y dormir.
Descansaban en las horas más calurosas del día, cuando el sol estaba alto en el cielo, y aprovechaban para avanzar el fresco del amanecer y las últimas horas de la tarde.
Una noche, cuando ya estaban a pocos días de viaje de su ciudad natal, llegaron a un bosquecillo. Junchiro, el más joven, propuso seguir adelante.
-El bosque no es espeso. La noche es fresca pero no fría. Del otro lado debe haber una aldea o tal vez una posada donde podemos descansar más cómodos.
-Tenemos que cuidar nuestros caballos- le contestó Koichi-. Necesitan descanso. No tenemos dinero para comprar otros. Mañana al amanecer seguiremos adelante.
Junchiro se burló de su hermano mayor con todo el mal humor que su propio cansancio le provocaba. Lo acusó de cobarde sabiendo que era mentira.
-Los fantasmas del bosque le dan miedo a un guerrero. ¿O acaso está asustado  de los zorros y los conejos?
Koichi, sin contestarle, empezó a desensillar tranquilamente su agradecido caballo.
Pensando que después de todo ya estaba tan  cerca de su casa que no le importaría seguir solo (y con secreta esperanza que Koichi lo alcanzara) Junchiro apuró a su caballo y entró en el bosquecillo.
Estaba muy oscuro. Después de dormir durante todo el día, el mundo de la noche había despertado: había luciérnagas y mariposas nocturnas y búhos y gatos salvajes y se escuchaban los crujidos de los árboles y el canto de las cigarras.
Junchiro se sentía feliz: era bueno escuchar esa música en lugar del sonido de las espadas y los gritos de los hombres heridos.
Sin embargo lo sorprendió que el bosquecillo fuera tanto más grande de lo que había supuesto. Antes de cruzarlo le había parecido divisar sus límites. En cambio ahora, a la luz de la luna, no alcanzaba a ver más allá de los árboles más cercanos, que crecían cada vez más juntos, como si se espesaran para cerrarle el paso.
Hacía ya dos horas que cabalgaba, enojado consigo mismo por no haber sabido calcular hasta dónde llegaban los árboles, cuando vio, en un claro, una casa iluminada. El cartel de la puerta decía así: Posada de las Tres Cuerdas.
Junchiro desmontó, muy contento de haber encontrado un lugar agradable donde pasar el resto de la noche. Ató su caballo, se quitó las sandalias y entró en una habitación grande iluminada por una lámpara de aceite.
Era un lugar cómodo y limpio. El suelo estaba cubierto (como en todas las casas japonesas) por esterillas nuevas. Junto a la lámpara había una tetera de porcelana y, al costado, sobre una bandeja de plata, había una botella de sake y un tazón pequeño. La habitación estaba bacía y el silencio era absoluto.
Junchiro estaba agotado. La discusión con su hermano le había dado fuerzas para llegar hasta allí, pero ahora lo que más deseaba en el mundo era acostarse y dormir.
Si no hubiese estado tan cansado, tal vez le hubieran llamado la atención algunos detalles: ese silencio tan grande en toda la casa, la puerta abierta, la bandeja servida como esperándolo.
La noche en el bosque era húmeda y fría y Junchiro se sintió satisfecho de estar en un lugar caliente y cómodo. Sin pensar en nada más.
Sin ninguna preocupación, el joven se sirvió un tazón de sake caliente. Mientras el vino de arroz corría  agradablemente por su garganta, escuchó unos pasos livianos y claros en las escaleras que llevaban al primer piso.
Una jovencita bellísima, vestida de seda, entró en la habitación. Junchiro estaba ya casi arrepentido de haber entrado sólo en el bosque, pero cuando vio a la joven se felicitó por la decisión  que le iba a permitir pasar la noche en tan buena compañía.
El cansancio y la sensación de confusión provocada por el vino, más fuerte de lo que parecía al probarlo, le quitaban las ganas de hablar.
Era verdaderamente hermosa, con carita delicada pintada de blanco, los brillantes ojos negros y la cabellera larga y espesa sostenida en lo alto de la nuca por un peine de marfil y agujetas de plata. Su kimono de seda roja estaba bordado de flores y un cinturón dorado apretaba su finísima cintura, tan ajustado que casi parecía cortarla en dos.
En sus manos blancas y graciosas, sostenía un instrumento de cuerdas japonés, un shamizen, con sus tres cuerdas tensas sobre la caja de resonancia cubierta de cuero negro.
La joven se arrodilló con elegancia, inclinándose ante Junchiro. El guerrero quiso pedir disculpas por haber entrado así, sin haber sido invitado. Pero ella no lo dejó hablar. Con una sonrisa maravillosa le ofreció otro tazón de sake.
De pronto Junchiro notó que la joven no había pronunciado ni una sola palabra desde que entró en la habitación, ni siquiera un saludo. Probablemente sería sordomuda. Y le agradeció por señas el segundo tazón de vino que ella le alcanzaba ahora y que, servido por sus manos, parecía tener un sabor todavía más delicioso.
Sin embargo, cuando quiso ofrecerle un tazón a ella, la muchacha no lo aceptó. En cambio, tomó su instrumento y empezó a tocar. Una melodía como Junchiro nunca antes había escuchado llenó la habitación. Por momentos era dulce y melodiosa, por momentos era violenta. Parecía asaltarlo casi como un dolor, desde todas partes, atrapándolo en sus notas.
Mientras tocaba, la muchacha no le quitaba de encima esos ojos que parecían despedir rayos. Junchiro quiso levantarse para acercarse más a ella, pero las piernas y los brazos no le obedecían. Tampoco él podía separar su mirada  de la de ella y pronto fue como si no hubiera nada más en el mundo que esas pupilas negras y enormes que lo quemaban por dentro y esa música que lo encadenaba.
Junchiro había olvidado todo lo que lo rodaba. Había olvidado a su hermano Koichi y las tristezas de la guerra y también a sus padres y su ciudad. Recostado contra una de las columnas que sostenían el techo de la casa, bebía con la mirada la belleza de la muchacha, mientras la extraña música se apoderaba del aire y del espacio.
Cada vez que la joven tocaba la cuerda del medio del shamizen una nota más alta y más vibrante que las demás resonaba en el cuarto. Y Junchiro sentía que algo invisible, frío y pegajoso, se enroscaba alrededor de su cuello y su cara. Con esfuerzo consiguió llevarse  la  mano al cuello y  la impresión desapareció, como si con su gesto hubiese roto una cuerda invisible.
La jovencita pareció sentirse molesta por su movimiento. Pero apenas por en instante frunció las cejas. Su maravillosa sonrisa volvió inmediatamente y siguió tocando el shazimen. La cuerda del medio vibraba cada vez más fuerte y más seguido y Junchiro se sentía atrapado por esa cosa invisible que lo aprisionaba.
A pesar del sueño y el malestar que le había provocado el vino de arroz, el joven samurai comprendió aterrado que había caído en una trampa. Reuniendo todas sus fuerzas, consiguió sacar su katana de la vaina.
Cuando la jovencita vio el sable desenvainado, ya no intentó disimular su enojo. Furiosa y descontrolada, tocó con tanta fuerza la cuerda del medio que se rompió. Alargándose, la cuerda voló a enroscarse en el cuello de Junchiro. Era demasiado tarde para intentar nada: estaba atrapado, atado a la columna. Sin embargo, a pesar de tener el brazo casi inmovilizado, logró arrojar el sable, que se clavó profundamente en la caja negra del instrumento musical.
La furia de la muchachita desapareció de golpe. Su cara blanca y fina pareció enflaquecer de pronto y tomó una expresión triste, dolorosa. Se levantó, alzó su instrumento del suelo, y volvió a subir las escaleras silenciosamente, con cierta dificultad.
Un silencio pesado envolvía la casa. Por la ventana entraba el frío de la noche. La llama de la lámpara flameó y finalmente se apagó. El prisionero quedó sólo en la más negra oscuridad. El agotamiento fue más fuerte que el terror y Junchiro, en su incomoda
Prisión, se quedó dormido.
Lo despertó la luz del amanecer. Junchiro miró a su alrededor y casi no pudo reconocer el lugar donde se encontraba.. Las esterillas que cubrían el piso eran restos rotos, viejos, cubiertos de polvo. La puerta que creía haber empujado al llegar estaba tirada en el suelo, con la madera podrida y llena de gusanos. En lugar de la tetera había un montón de cenizas. En lugar de la botella de sake y el tazón había dos piedras.
¿Había sido un sueño? Pero la cuerda fría y pegajosa que lo ataba todavía a la columna era completamente real. Junchiro tironeó para soltarse pero no pudo. También eran reales las gotas de sangre fresca en el piso: iban hacia las escaleras.
En ese momento escuchó la voz tranquilizadora de su hermano, que lo llamaba por su nombre. Gritó para guiarlo y con enorme alegría lo vio entrar en La  Posada de las Tres Cuerdas.
Con su katana, Koichi cortó las ligaduras que ataban a su hermano. No se abrazaron porque los samuráis no se abrazan, pero se miraron como si lo hicieran.
Junchiro le contó a su hermano las aventuras de la noche anterior. Después siguieron por las escaleras el rastro de sangre fresca que subía hacia el piso superior. En la confusión de esa noche terrible, sin saber claramente que había sucedido en realidad, confundido por la borrachera, Junchiro temía haber herido a la hermosa dueña de casa.
Subiendo con mucho cuidado los escalones rotos y carcomidos, llegaron a la habitación del primer piso.
Allí, debajo de una enorme tela desgarrada, del tamaño de un hombre, encontraron a una gigantesca araña muerta, atravesada por la katana de Junchiro.



Título: La Posada de las Tres Cuerdas
Autor: Ana María Shua
Editorial: Sudamericana S.A.
Colección: La fábrica del terror

Año: 1998