Los dos jóvenes iban muy erguidos
sobre sus caballos y llevaban katanas (sables de samurai) Iban cubiertos de
polvo por el largo viaje, y la seda de sus vestiduras colgaba echa jirones.
Pero los campesinos que los veían pasar sabían
que se trataba de dos caballeros.
Junquito y Koichi eran dos hermanos
que volvían a la casa de sus padres. Su señor y jefe había sido vencido en la guerra. Habían
luchado mucho y con valor, pero ahora, a pesar de ser jóvenes, se sentían
viejos, tristes y cansados. Aunque nunca hubieran aceptado decirlo en voz alta,
aunque nunca se lo dijeran siquiera a sí mismos. Aunque siguieran hablando como
hablan los hombres en Japón: con voz ronca y cortante, como si todo lo que
dicen, hasta una pregunta o un comentario, fuera una orden violenta.
La guerra los había llevado lejos y
deseaban llegar lo más pronto posible a
su ciudad natal. Por eso apuraban el paso de sus caballos y se detenían apenas
lo necesario para comer y dormir.
Descansaban en las horas más calurosas
del día, cuando el sol estaba alto en el cielo, y aprovechaban para avanzar el
fresco del amanecer y las últimas horas de la tarde.
Una noche, cuando ya estaban a pocos
días de viaje de su ciudad natal, llegaron a un bosquecillo. Junchiro, el más
joven, propuso seguir adelante.
-El bosque no es espeso. La noche es
fresca pero no fría. Del otro lado debe haber una aldea o tal vez una posada
donde podemos descansar más cómodos.
-Tenemos que cuidar nuestros caballos-
le contestó Koichi-. Necesitan descanso. No tenemos dinero para comprar otros.
Mañana al amanecer seguiremos adelante.
Junchiro se burló de su hermano mayor
con todo el mal humor que su propio cansancio le provocaba. Lo acusó de cobarde
sabiendo que era mentira.
-Los fantasmas del bosque le dan miedo
a un guerrero. ¿O acaso está asustado de
los zorros y los conejos?
Koichi, sin contestarle, empezó a
desensillar tranquilamente su agradecido caballo.
Pensando que después de todo ya estaba
tan cerca de su casa que no le
importaría seguir solo (y con secreta esperanza que Koichi lo alcanzara)
Junchiro apuró a su caballo y entró en el bosquecillo.
Estaba muy oscuro. Después de dormir
durante todo el día, el mundo de la noche había despertado: había luciérnagas y
mariposas nocturnas y búhos y gatos salvajes y se escuchaban los crujidos de
los árboles y el canto de las cigarras.
Junchiro se sentía feliz: era bueno
escuchar esa música en lugar del sonido de las espadas y los gritos de los
hombres heridos.
Sin embargo lo sorprendió que el
bosquecillo fuera tanto más grande de lo que había supuesto. Antes de cruzarlo
le había parecido divisar sus límites. En cambio ahora, a la luz de la luna, no
alcanzaba a ver más allá de los árboles más cercanos, que crecían cada vez más
juntos, como si se espesaran para cerrarle el paso.
Hacía ya dos horas que cabalgaba,
enojado consigo mismo por no haber sabido calcular hasta dónde llegaban los
árboles, cuando vio, en un claro, una casa iluminada. El cartel de la puerta
decía así: Posada de las Tres Cuerdas.
Junchiro desmontó, muy contento de
haber encontrado un lugar agradable donde pasar el resto de la noche. Ató su
caballo, se quitó las sandalias y entró en una habitación grande iluminada por
una lámpara de aceite.
Era un lugar cómodo y limpio. El suelo
estaba cubierto (como en todas las casas japonesas) por esterillas nuevas.
Junto a la lámpara había una tetera de porcelana y, al costado, sobre una
bandeja de plata, había una botella de sake y un tazón pequeño. La habitación
estaba bacía y el silencio era absoluto.
Junchiro estaba agotado. La discusión
con su hermano le había dado fuerzas para llegar hasta allí, pero ahora lo que
más deseaba en el mundo era acostarse y dormir.
Si no hubiese estado tan cansado, tal
vez le hubieran llamado la atención algunos detalles: ese silencio tan grande
en toda la casa, la puerta abierta, la bandeja servida como esperándolo.
La noche en el bosque era húmeda y
fría y Junchiro se sintió satisfecho de estar en un lugar caliente y cómodo.
Sin pensar en nada más.
Sin ninguna preocupación, el joven se
sirvió un tazón de sake caliente. Mientras el vino de arroz corría agradablemente por su garganta, escuchó unos
pasos livianos y claros en las escaleras que llevaban al primer piso.
Una jovencita bellísima, vestida de
seda, entró en la habitación. Junchiro estaba ya casi arrepentido de haber
entrado sólo en el bosque, pero cuando vio a la joven se felicitó por la
decisión que le iba a permitir pasar la
noche en tan buena compañía.
El cansancio y la sensación de
confusión provocada por el vino, más fuerte de lo que parecía al probarlo, le
quitaban las ganas de hablar.
Era verdaderamente hermosa, con carita
delicada pintada de blanco, los brillantes ojos negros y la cabellera larga y
espesa sostenida en lo alto de la nuca por un peine de marfil y agujetas de
plata. Su kimono de seda roja estaba bordado de flores y un cinturón dorado
apretaba su finísima cintura, tan ajustado que casi parecía cortarla en dos.
En sus manos blancas y graciosas,
sostenía un instrumento de cuerdas japonés, un shamizen, con sus tres cuerdas
tensas sobre la caja de resonancia cubierta de cuero negro.
La joven se arrodilló con elegancia,
inclinándose ante Junchiro. El guerrero quiso pedir disculpas por haber entrado
así, sin haber sido invitado. Pero ella no lo dejó hablar. Con una sonrisa
maravillosa le ofreció otro tazón de sake.
De pronto Junchiro notó que la joven
no había pronunciado ni una sola palabra desde que entró en la habitación, ni
siquiera un saludo. Probablemente sería sordomuda. Y le agradeció por señas el
segundo tazón de vino que ella le alcanzaba ahora y que, servido por sus manos,
parecía tener un sabor todavía más delicioso.
Sin embargo, cuando quiso ofrecerle un
tazón a ella, la muchacha no lo aceptó. En cambio, tomó su instrumento y empezó
a tocar. Una melodía como Junchiro nunca antes había escuchado llenó la
habitación. Por momentos era dulce y melodiosa, por momentos era violenta.
Parecía asaltarlo casi como un dolor, desde todas partes, atrapándolo en sus
notas.
Mientras tocaba, la muchacha no le
quitaba de encima esos ojos que parecían despedir rayos. Junchiro quiso
levantarse para acercarse más a ella, pero las piernas y los brazos no le
obedecían. Tampoco él podía separar su mirada
de la de ella y pronto fue como si no hubiera nada más en el mundo que
esas pupilas negras y enormes que lo quemaban por dentro y esa música que lo
encadenaba.
Junchiro había olvidado todo lo que lo
rodaba. Había olvidado a su hermano Koichi y las tristezas de la guerra y
también a sus padres y su ciudad. Recostado contra una de las columnas que
sostenían el techo de la casa, bebía con la mirada la belleza de la muchacha,
mientras la extraña música se apoderaba del aire y del espacio.
Cada vez que la joven tocaba la cuerda
del medio del shamizen una nota más alta y más vibrante que las demás resonaba
en el cuarto. Y Junchiro sentía que algo invisible, frío y pegajoso, se
enroscaba alrededor de su cuello y su cara. Con esfuerzo consiguió
llevarse la mano al cuello y la impresión desapareció, como si con su
gesto hubiese roto una cuerda invisible.
La jovencita pareció sentirse molesta
por su movimiento. Pero apenas por en instante frunció las cejas. Su
maravillosa sonrisa volvió inmediatamente y siguió tocando el shazimen. La
cuerda del medio vibraba cada vez más fuerte y más seguido y Junchiro se sentía
atrapado por esa cosa invisible que lo aprisionaba.
A pesar del sueño y el malestar que le
había provocado el vino de arroz, el joven samurai comprendió aterrado que
había caído en una trampa. Reuniendo todas sus fuerzas, consiguió sacar su
katana de la vaina.
Cuando la jovencita vio el sable
desenvainado, ya no intentó disimular su enojo. Furiosa y descontrolada, tocó
con tanta fuerza la cuerda del medio que se rompió. Alargándose, la cuerda voló
a enroscarse en el cuello de Junchiro. Era demasiado tarde para intentar nada:
estaba atrapado, atado a la columna. Sin embargo, a pesar de tener el brazo
casi inmovilizado, logró arrojar el sable, que se clavó profundamente en la
caja negra del instrumento musical.
La furia de la muchachita desapareció
de golpe. Su cara blanca y fina pareció enflaquecer de pronto y tomó una
expresión triste, dolorosa. Se levantó, alzó su instrumento del suelo, y volvió
a subir las escaleras silenciosamente, con cierta dificultad.
Un silencio pesado envolvía la casa.
Por la ventana entraba el frío de la noche. La llama de la lámpara flameó y
finalmente se apagó. El prisionero quedó sólo en la más negra oscuridad. El
agotamiento fue más fuerte que el terror y Junchiro, en su incomoda
Prisión, se quedó dormido.
Lo despertó la luz del amanecer.
Junchiro miró a su alrededor y casi no pudo reconocer el lugar donde se
encontraba.. Las esterillas que cubrían el piso eran restos rotos, viejos,
cubiertos de polvo. La puerta que creía haber empujado al llegar estaba tirada
en el suelo, con la madera podrida y llena de gusanos. En lugar de la tetera
había un montón de cenizas. En lugar de la botella de sake y el tazón había dos
piedras.
¿Había sido un sueño? Pero la cuerda
fría y pegajosa que lo ataba todavía a la columna era completamente real.
Junchiro tironeó para soltarse pero no pudo. También eran reales las gotas de
sangre fresca en el piso: iban hacia las escaleras.
En ese momento escuchó la voz
tranquilizadora de su hermano, que lo llamaba por su nombre. Gritó para guiarlo
y con enorme alegría lo vio entrar en La
Posada de las Tres Cuerdas.
Con su katana, Koichi cortó las
ligaduras que ataban a su hermano. No se abrazaron porque los samuráis no se
abrazan, pero se miraron como si lo hicieran.
Junchiro le contó a su hermano las
aventuras de la noche anterior. Después siguieron por las escaleras el rastro
de sangre fresca que subía hacia el piso superior. En la confusión de esa noche
terrible, sin saber claramente que había sucedido en realidad, confundido por
la borrachera, Junchiro temía haber herido a la hermosa dueña de casa.
Subiendo con mucho cuidado los
escalones rotos y carcomidos, llegaron a la habitación del primer piso.
Allí, debajo de una enorme tela
desgarrada, del tamaño de un hombre, encontraron a una gigantesca araña muerta,
atravesada por la katana de Junchiro.
Título: La Posada de las Tres Cuerdas
Autor: Ana María Shua
Editorial: Sudamericana S.A.
Colección: La fábrica del terror
Año: 1998